Agua

Poco, pero algo ha comenzado a regar tímidamente los baldíos que son demasiados medios de comunicación abrasados por redundancias superficiales. Peligrosamente olvidadizos cuando algo serio, peligroso, caro e injusto amenaza a la totalidad de nuestro bienestar. Seguro que muchos consideran que un mayor o menor tratamiento de los efectos de la sequía en lo medios no va a mejorar la situación de los embalses. Ni aliviará el sofoco de los aires. Pero otros, los menos, sabemos que es todo lo contrario. Ahora mismo cabe constatar que esa escasa lluvia de informaciones, debates, divulgación sobre el agua y los usos que de ella hacemos, es la que tiene que ver precisamente con la falta de agua en casi todos los escenarios. Porque lo más seco sin duda es la inteligencia de demasiados. La falta de ideas y voluntades, al menos para enfrentarnos a las sequías y al cambio climático en general es tan peligrosa como este invasor verano que todo lo quiere para si. Conviene, por cierto, considerar que lo estival, contaminador de primaveras y otoños, es tan solo uno de los disfraces que usa el desierto para infiltrarse como una quinta columna en nuestros paisajes.

Como no podemos hacer llover hay que convertirse en lo que más se aproxime al agua que vuela y cae. Para lo que, por muy hondo y lontano que parezca, pasa por saber algo más del clima y del alma del mismo que es el agua. Porque la más dura y acuciante sed es la del agua misma.

Sí, el agua tiene sed. Sed de transparencia, sed de libertad, sed de usos adecuados a las verdaderas necesidades, sed de respeto, sed de bosques no quemados, sed de acuíferos no esquilmados, sed de aguazales no desecados, sed de cauces menos domesticados, sed de depuración, sed austeridad voluntaria y sed de una mucha mejor gestión pública. Cuando se consigue satisfacer la sed del agua casi todo lo demás comienza a beber adecuadamente. O, cuando como ahora la sed alcanza al mismo cielo, permite sobrellevarla con menor descalabro para ganados, cultivares, salud y rendimientos. Todo depende de la lluvia pero lo que más pendiente tenemos ahora mismo es encarar la verdadera crisis, la ambiental. De ninguna otra forma cabe valorar algunas de las intrusiones de la suprema fealdad en los caudales de la vida y que paso a recordar.

Los primeros borbotones de sed manan, insisto, de la todavía manifiesta ignorancia en la que milita nuestra sociedad con relación a lo que precisamente la hace posible.

En primer lugar apenas se sabe qué es el agua, cómo funciona, lo que ella sabe hacer y cómo proporciona literalmente todo lo esencial para la vida… También desconocemos, a pesar del auge de las tecnologías de todo tipo, cuánto, cómo, dónde y para qué usamos el agua nosotros mismos.

La ausencia de contadores en muchos de los principales puntos de consumo; el regadío y urbanismo ilegales; la superación de los montantes de las concesiones; las múltiples extracciones ilegales que se perpetran diariamente contra los caudales. Todo ello, junto al despilfarro, las averías, pérdidas y otros desfalcos consentidos al que es patrimonio común, convierten en necesidad urgente volver a revisar todas las cuentas que sobre el consumo de agua usamos en nuestro país.

No es baladí la cuestión desde el momento en que, incluso, un ligero desfase en la información básica puede influir en la forma de decisiones sobre políticas de concesión, obra pública a realizar o no, o el mantenimiento de caudales. Es sólo el principio. Porque sobre la abstracta ignorancia se despliega un repertorio de agresiones muy concretas, que en la mayoría de los casos tampoco están todo lo seriamente estudiadas y cuantificadas. El agua acostada en la noche de los acuíferos está casi toda ella contaminada y explotada muy por encima de la capacidad de reposición. Son solo alguno de los daños colaterales a la agricultura intensiva y química del momento. A lo largo de los 75.000 km de nuestros cursos fluviales de mayor rango, los cauces transportan, durante casi medio año, aguas que no pueden ser usadas directamente por los humanos. Con lo que caigo en un puro eufemismo al eludir palabras mucho más duras.

Ni siquiera cabe contemplar como lo más grave la escasez que desquicia a la comunidad botánica –tanto la domesticada como la silvestre. Una de las facetas menos aceptables sobre la salud de nuestro más crucial sistema circulatorio – recordemos que las cuencas y nuestras venas siguen el mismo patrón organizativo – es que la hemorragia sea incesante. Al respecto todos sabemos – pero especialmente alcaldes y regantes – que por las redes de canalización y abastecimiento se pierde en torno al 30% del caudal controlado por nuestras infraestructuras.

Hay que sumar el despropósito que más ahoga a toda gestión del agua. Me refiero a su descomunal despilfarro en todos los sectores. Desde el más doméstico y cotidiano, con una media de 160 litros por ciudadano y día; hasta el que más líquido elemento usa, la agricultura, que viene precisando casi el 80% de las aguas reguladas en un país como el nuestro. Que, por cierto, es el que más presas por habitante tiene del planeta. En medio están los ayuntamientos y el sector industrial. En todos estos escenarios se gasta de un 15% a un 50% más del agua estrictamente necesaria. Es decir que cualquiera de las formas y modos de un más ajustado consumo llenaría tanto los embalses como una buena temporada de lluvias. No es baladí el lema que usé en una de mis exposiciones sobre el agua que rezaba: Hacia la abundancia por el ahorro. Si alcanzamos la más que deseable ponderación o, como escribí antes, algo de austeridad voluntaria, podríamos acariciar la metáfora de que nuestros gestos individuales, en casa, llenan embalses.

Por si todo ello fuera poco casi todo lo rige un sistema de concesiones, cuajado de ilegalidades, escasa transparencia y no pocas irregularidades, al que por cierto se superpone toda suerte de extracciones ilegales. Sobre todo en lo que a acuíferos se refiere. No menos de medio millón de los pozos son ilegales y es bastante probable que sean el doble.

Frente a todo esto cualquier sequía, como la actual, puede ser considerada como menos agresiva que el mal uso, descuido y despilfarro.

La sed mana incontenible y, en consecuencia, está secando todos los paladares, sectores, paisajes y al desarrollo. Se ha extraviado el sentido mismo de lo que el agua es, supone, aporta, recuerda y enseña.

Una generalizada desmemoria contamina también a la más elemental de las comprensiones, esas que actuarían como la más generosa lluvia o la más potente depuradora. La vivacidad misma no es más que uno de los múltiples estados del agua, por eso se trata, además de que llueva, de que nuestra apreciación del agua sea muy diferente a la de recurso, palabra que si es asociada al agua no es más que la expresión insultante de la ignorancia.

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